Libertad

| 2 de marzo, 2014

Por Donald Winnicott.

Fusión de dos trabajos escritos alrededor de 1969

Libertad
D.W. Winnicott

Título en inglés: «Freedom. An Amalgamation of Two Papers written circa 1969». En el original inédito encontrado póstumamente entre los papeles de Winnicott estaba escrito, de su puño y letra, «perteneciente al libro». Quizá el autor haya pensado en algún momento incluirlo en «Realidad y juego». La Rev. de Psicoanálisis lo publica en castellano gracias a la gentileza de Clare Winnicott.

Aquí cabe hablar del sentido de la libertad. No trataré de hacer la síntesis de todo lo que ya se escribió, en psicoanálisis o en otra parte, al respecto. No obstante no puedo eludir la responsabilidad de volver a considerar la idea de libertad a la luz de los conceptos de salud y de creatividad, en los que insisto.

Introduje este tema de la libertad cuando hablé del tipo de ambiente que torna inútil la creatividad de un individuo, o la destruye induciendo en él un estado de desesperanza. En tal caso, la libertad aparece como carencia allí donde deja el lugar a la crueldad, con todo lo que esta implica de constricción física o de aniquilación de la existencia personal de un individuo, corno es el caso, por ejemplo, en una dictadura. Una dominación de este tipo puede darse, ya lo dije, dentro de una familia y no sólo en el escenario más amplio de la política.

Es bien sabido que las personas fuertes han señalado desde siempre que experimentaban un cierto sentimiento de libertad, que hasta podía reforzarse cuando padecían una constricción física. Ya mencioné el dicho bien conocido: «Murallas de piedra no hacen la cárcel, ni barrotes de hierro la jaula».

Para el individuo que posee cierta dosis de salud, en la acepción psiquiátrica del término, el sentimiento de libertad no depende del todo de la actitud del medio ambiente. También ocurre que algunas personas a quienes se les da la libertad luego de habérsela retirado, le temen. Es algo que se pudo observar en el ámbito político en el transcurso de este último medio siglo en tantos países cuando, una vez lograda la libertad, no supieron qué hacer con ella.

Pero, como no es la política lo que me interesa aquí, examinaré el sentimiento de libertad que forma parte de la salud psiquiátrica de un individuo. No es extraño que la teoría psicoanalítica, por más interesante que sea, revista a los ojos de quienes la encuentran por primera vez, un aspecto algo temible. El mismo hecho de que pueda haber una teoría según la cual el desarrollo afectivo de un individuo está vinculado al medio ambiente y que esta teoría pueda hasta explicar las perturbaciones del desarrollo y los estados mórbidos, perturba hondamente a mucha gente. Cuando ante un auditorio de alumnos maduros se expone acerca del desarrollo afectivo del niño y de la dinámica de la perturbación psíquica o del desorden psicosomático, se sabe con certeza que habrá quien plantee la apremiante cuestión del determinismo. Es ciertamente verdad que no existe teoría alguna de los estados afectivos, de la salud, de las perturbaciones de la personalidad y de los extravíos de los comportamientos que no tenga en el punto de partida una presuposición determinista. En vano tratará el conferencista de preservar tal o cual ámbito que pueda escapar al determinismo. El estudio de la personalidad, particularmente asociado al trabajo de Freud y que provocó un gran avance del hombre en su esfuerzo por autocomprenderse, es una prolongación de la base teórica de la bioquímica, de la química y de la física. No hay fronteras precisas en la formulación teórica del universo, ya se empiece por la teoría de la pulsación de una estrella, ya se concluya por la teoría de la perturbación y la salud psiquiátricas del ser humano, que no incluya la creatividad o la visión creadora del mundo. Esta es la prueba más importante de que el hombre vive y que lo que vive es un hombre.

Obviamente, es muy difícil para algunos seres humanos, y tal vez para todos, aceptar el determinismo como un hecho fundamental; ya sabemos que no faltan los caminos para esquivarlo. Cuando uno encara alguno de esos caminos siempre cabe la esperanza de que no sea un callejón sin salida. Por ejemplo, si se considera la percepción extrasensorial, se plantea allí una tentativa de demostrar que tal tipo de cosas existe, pero se puede sentir cierta ambivalencia frente al resultado. Porque si se comprueba que existe, por el mismo hecho, queda bloqueado un camino que permitiría escapar al determinismo y se desemboca en otro ejemplo de materialismo grosero. El materialismo no es ni bello ni agradable, pero tampoco podemos decir que quisiéramos pasarnos el tiempo buscando un medio para escapar al determinismo.

El profesor de psicología dinámica que ve regularmente surgir esta objeción al conjunto de su disciplina por parte de estudiantes perturbados por el determinismo que ella implica, descubre muy pronto que ese problema no afecta siempre a todos los estudiantes. De hecho, la mayoría de la gente se preocupa poco por entender – suponiendo que se pueda entender – que la base de la vida está regida por el determinismo. Súbitamente, el asunto cobra una importancia vital para un estudiante o para otra persona, por un tiempo, pero en verdad, la mayor parte de la gente tiene, la mayor parte del tiempo, el sentimiento de ser libre, de elegir. Es ese sentimiento de ser libre, de elegir y de ser capaz de crear algo nuevo lo que vuelve inadecuada la teoría determinista: globalmente nosotros nos «sentimos» libres. El determinismo puede ser sencillamente un hecho de la vida que moleste de vez en cuando.

Pero no puede ignorarse el hecho de que mucha gente, hombres, mujeres y niños, son realmente perturbados por algunas cosas y esto cobra frecuentemente la forma de una rebeldía contra el determinismo. Hay que tratar de ver en qué consiste este miedo y encararlo seriamente. El sentimiento de libertad contrasta tanto con el de no ser libre, que se hace imperativo estudiar dicho contraste.

Se puede decir algo sencillo respecto de este tema complejo: la perturbación psiquiátrica misma da la impresión de ser una especie de cárcel, y el enfermo psiquiátrico puede sentirse más encerrado en la enfermedad que alguien que realmente esté encarcelado. Hay que tratar de entender qué es lo que el enfermo describe como ausencia de libertad. Arrojan luz sobre el particular las teorías emergentes de la práctica psicoanalítica. En efecto, no olvidemos que si bien la teoría psicoanalítica aún tiene mucho que aprender en materia de salud, ya sabe muchas cosas en materia de enfermedad. Para profundizar este tema, resulta oportuno definir la buena y la mala salud psiquiátricas en función de las defensas que se organizan en la personalidad humana. Dichas defensas, que adoptan variadas formas, fueron descritas en toda su complejidad por diferentes psicoanalistas. Pero lo cierto es que las defensas son una parte esencial de la estructura de la personalidad y que, sin organización de las defensas sólo hay caos y organización de defensas contra ese caos.

Aquí nos ayuda la idea de que, en la buena salud psiquiátrica, existe una flexibilidad en la organización de las defensas, mientras que por el contrario, en la mala salud psiquiátrica, las defensas son relativamente rígidas. En la buena salud psiquiátrica es posible, por ejemplo, descubrir la presencia del sentido del humor, que forma parte de la capacidad de jugar. El sentido del humor es, en el área de la organización de las defensas, una suerte de espacio libre. Dicho espacio procura un sentimiento de libertad tanto para el individuo en cuestión como para los que están relacionados o quieren relacionarse con él. En el otro extremo, el de la mala salud psiquiátrica, dicho espacio libre en el área de la organización de las defensas no existe, de suerte que la constancia de la enfermedad aburre al sujeto. Es esta rigidez de la organización de las defensas lo que hace que la gente se queje de la falta de libertad. Muy distinta es la cuestión filosófica del determinismo, porque la alternativa de la libertad o de la falta de libertad es parte de la naturaleza humana y ese problema agita sin cesar la vida de cada uno. Resulta particularmente apremiante en la vida del bebé o del niño pequeño, y por ende, en la de los padres; éstos, en efecto, juegan sin cesar con la alternativa adaptación-aprendizaje, con la esperanza de darle al niño la libertad de impulsos que permita que la vida comience a ser vivida como real y que valga la pena vivirla; libertad que conduce a una visión creativa de los objetos y posibilita más tarde la alternativa constituida, por un lado, por la exigencia de enseñar y, por el otro, la necesidad de los padres de recuperar una vida personal aunque sea en detrimento de los movimientos impulsivos del niño y de sus pedidos de expresión de sí.

Hoy día recogemos en nuestra cultura los frutos de una época en que se realiza un gran esfuerzo para brindar a los niños al menos la base del sentimiento de que tienen la libertad de existir plenamente, y en la que se perciba que los resultados de esta actitud son a veces desagradables cuando el niño alcanza la adolescencia. Se comprueba que la sociedad tiende a reaccionar de tal modo que los responsables de la educación de los adolescentes difíciles empiezan a discutir el valor de las teorías que condujeron toda una generación que trataba de darles un buen punto de partida a los niños. Dicho de otro modo, la sociedad se ve llevada por los defensores de la libertad hacia una toma de medidas de rigor que bien podrían desembocar al fin en una dictadura. Tal es el peligro. Tales los graves problemas de elección y el desafío lanzado a la teoría sobre la que se fundamenta nuestro trabajo.

La amenaza a la libertad

A partir del examen de la idea de libertad, nos hemos visto pues conducidos a buscar lo que amenaza a la libertad. Dicha amenaza existe por cierto, y el único momento oportuno para estudiarla, es «antes» de que pierda la libertad. En la medida en que la libertad es asunto de la economía interna del individuo, no se la puede destruir fácilmente; vale decir que, si se considera la libertad en términos de flexibilidad más que en términos de rigidez de 1a organización de las defensas, el problema se centra en la salud del individuo más que en su tratamiento. No obstante, nadie es independiente del medio ambiente y hay condicionamientos de éste que destruyen el sentimiento de libertad aun entre los que hubieran podido gozar de él. Ciertamente, una amenaza prolongada puede corroer 1a salud psíquica de cualquiera, y, traté de explicarlo ya, lo específico de la crueldad está en destruir en un ser aquella parte de esperanza que le da sentido al impulso, al pensamiento y a la vida creadores.

Si se admite que existe una amenaza para la libertad, cabe entonces decir que el peligro proviene ante todo del hecho de que los que son libres interior y exteriormente en su marco social corren el riesgo de considerar a la libertad como algo que va de suyo. Algo parecido ocurre con las madres y los padres que tratan con su bebé o sus hijos: hay que dejarles la satisfacción de saber que lo que hacen es importante y no sólo placentero, o al menos gratificante para ellos. Si las cosas van bien, lo ven como natural y no caen en la cuenta de que están echando los cimientos de la salud psíquica de una nueva generación. Retroceden con suma facilidad ante cualquiera que se les presente con un sistema de pensamiento, una convicción cualquiera que hay que difundir, o una religión a la que la gente debería convertirse. Siempre son las cosas naturales las que quedan arruinadas; por eso, la nueva autopista pasará exactamente en el lugar aislado, en pleno campo, donde se hubiera podido encontrar la tranquilidad. La tranquilidad no sabe defenderse; es la necesidad ansiosa de ir adelante y de progresar la que parece movilizar toda la energía. Este es el sentido de la fórmula de James Maynard Keynes: «El precio de la libertad, es una vigilancia incesante», de la que un diario, el New Statesman, hizo su lema.

Hay una amenaza a la libertad, así como para todos los fenómenos naturales, sencillamente porque no tienen en sí una pulsión por la que se propaguen siempre más; quedan pisoteados hasta que resulta demasiado tarde. Por eso, podemos prestar algún servicio, mostrándole a la gente libre el valor que tiene para ellos la libertad y el sentimiento de libertad, y aun señalándoles el hecho innegable de que el sentimiento de ser libre puede provocar precisamente las restricciones de las que uno se liberó. Por supuesto, me refiero a las restricciones del medio ambiente; pero el valor de la libertad interior, tal como la describía anteriormente en términos de flexibilidad en la organización de las defensas, es limitado si dicha libertad sólo es experimentada conscientemente en situaciones de persecución.

A partir de allí, resulta interesante, y tal vez justificado, examinar las demás razones por las que todo lo natural está amenazado. Anticiparé aquí la idea de que lo que tratamos de describir al hablar de lo natural, cuando concierne a los seres humanos y la personalidad humana, se relaciona con la salud. Dicho de otro modo, la mayor parte de la gente es relativamente saludable y goza de su salud sin demasiada conciencia de ello o tal vez sin saberlo. Pero siempre existen en la comunidad aquellos cuya vida está dominada por una perturbación psiquiátrica más o menos importante, o por un malestar inexplicable, o también por la falta de seguridades en cuanto a su placer de vivir o su deseo de seguir viviendo. He resumido esto diciendo que tales sufrían de una rigidez de las defensas. No se cae siempre en la cuenta de eso, pero hay en esto algo que va tal vez más lejos que las distinciones entre clases sociales. Más lejos aun que el contraste entre pobres y ricos, si bien los problemas prácticos relacionados con una u otra de estas dos situaciones extremas produzcan efectos lo suficientemente poderosos como para dominar fácilmente la escena.

Cuando el psiquiatra o el psicoanalista echa una mirada sobre el mundo, no puede dejar de ver el terrible contraste existente entre los que son libres de gozar de la vida y viven de un modo creativo, y los que no son libres porque se enfrentan sin cesar con la angustia, o con la depresión o una perturbación del comportamiento sólo comprensible en su conjunto.

En otros términos, para los que sufren más que otros de una falta de libertad porque deben hacer frente a las consecuencias de una falta del medio ambiente, o tal vez de una falla hereditaria, la salud es algo que sólo puede verse desde lejos, que no se puede alcanzar; y para ellos, los que la alcanzan deberían ser destruidos. La cantidad de resentimiento que se acumula aquí es terrorífica y corresponde a la culpabilidad que sentiría el enfermo por estar sano.
En ese sentido, los sanos son «los que tienen» y los enfermos «los que no tienen». Los sanos se organizan febrilmente ayudando a los enfermos, los desgraciados, los insatisfechos, los que podrían suicidarse, del mismo modo que, en el ámbito económico, los que tienen bastante dinero necesitan ser caritativos como para mantener a raya el torrente de resentimiento que piensan encontrar entre los de la comunidad que no tienen qué comer o que no disponen del dinero necesario para ser libres de moverse y, tal vez, de hallar algo digno de ser buscado.

Es imposible mirar al mundo de más de un modo a la vez y, por más que se puedan comparar los contrastes económicos y psiquiátricos, aquí sólo se puede atender a un solo aspecto de la clase: el de la salud y de la enfermedad psiquiátricas. Se podría encarar el mismo tema bajo el ángulo de la educación o de la belleza física o del coeficiente intelectual. Basta aquí con subrayar la incomprensión que ha de existir entre los que están bastante bien y los que no están bastante bien en el sentido psiquiátrico. Los que están bien pueden fácilmente tornarse arrogantes y provocar así entre los que no están bien un recrudecimiento de odio.

Recuerdo a un amigo, muy buena persona, muy activo en su oficio de médico y muy respetado en su vida privada. Era más bien depresivo. En una discusión acerca de la salud, sorprendió a una asamblea de médicos, todos comprometidos a fondo en la eliminación de la enfermedad, empezando su conferencia con estas palabras: «La salud me parece asquerosa». Estaba muy serio. Luego, contó con mucho humor como uno de sus amigos con el que convivía cuando estudiaba medicina se levantaba de madrugada, tomaba un baño frío, hacía ejercicios de gimnasia y empezaba su día con mucho impulso, mientras que él, por el contrario, permanecía en la cama, profundamente deprimido, y sólo se levantaba por temor a las consecuencias.

Para tratar aquí íntegramente esta cuestión del resentimiento del enfermo psíquico para con la gente que está suficientemente bien y no se halla presa de sus defensas rígidas o de sus síntomas, hay que acudir a la teoría de la perturbación psiquiátrica. Que un psicoanalista ponga el acento en el medio ambiente parece siempre extraño. Porque son precisamente los psicoanalistas los que llamaron la atención sobre el conflicto interno del individuo como origen de la psiconeurosis y de la perturbación psíquica. Este aporte del psicoanálisis fue de gran valor y gracias a él hubo gente capacitada para tratar a las personas en vez de contentarse con incriminar el medio ambiente. A la gente le gusta sentir que su enfermedad le pertenece y se siente aliviada al ver que el analista intenta hallar en ellos mismos las raíces de aquella. Hasta un cierto punto, esta búsqueda es fructuosa. Pero es importante que el analista que conduce el tratamiento haya sido adecuadamente seleccionado y formado para esta técnica y tenga experiencia en la materia. El factor medio ambiente, por lo tanto, nunca es eliminado del todo. En cuanto a la búsqueda de la etiología de la enfermedad, los mismos psicoanalistas observaron que era necesario remontarse a los inicios de la relación del bebé o del niño con su medio ambiente. Es lo que Heinz Hartmann llamó «el medio ambiente promedio deseable», por mi lado lo llamé la «abnegada madre común» (ordinary devoted mother); otros recurrieron a expresiones semejantes para definir un ambiente que facilite y que debe tener ciertas cualidades para que se pongan en juego en el niño los procesos de maduración y para que el niño llegue a ser un individuo real, es decir que pueda sentirse real dentro de un mundo real.

Sin dejar de lado la indiscutible importancia de descubrir los orígenes de las zozobras de una persona en ella misma, en su historia pasada y en su realidad interna, resulta ahora necesario admitir y hasta afirmar que en última instancia, en materia de etiología, lo que cuenta es el ambiente. Dicho de otro modo, si el ambiente es suficientemente bueno, el individuo – bebé, niño o adolescente – tiene la posibilidad de desarrollarse de acuerdo con las potencialidades que heredó.

Del otro lado de la línea, allí donde el medio ambiente no fue suficientemente bueno, el individuo resulta en cierta o en gran medida, incapaz de realizar sus potencialidades. Cabe pues, distinguir «los que tienen» y «los que no tienen» en el sentido psiquiátrico, y allí comprobar que el resentimiento obra en función de ese tipo de distinción. Por más que los demás tipos de distinciones de clase tengan un valor y creen sus resentimientos particulares, me parece que ésta resulta ser la más significativa de todas. Es cierto que muchos individuos cuyos logros fueron excepcionales, que han cambiado el mundo o contribuido de modo notorio a su progreso no lo han hecho sin pagar un precio por ello, como si estuvieran en la frontera entre «los que tienen» y «los que no tienen». Aquí se ve cómo su contribución excepcional nació de su desdicha o fueron impulsados por el sentimiento de una amenaza interna. Pero esto en nada modifica el hecho de que hay en este dominio dos extremos, los que tienen en sí lo necesario para realizarse y los que, en razón de falencias del ambiente en las primeras etapas de la vida, no pueden realizarse. Es de esperar que los segundos tengan rencores frente a los primeros. El infeliz tratará de destruir la felicidad. Los que están presos de la rigidez de sus defensas tratarán de destruir la libertad. Los que no pueden gozar plenamente de su cuerpo tratarán de impedir el goce cuerpo aun entre sus propios hijos y por más que los quieran. Los que no pueden amar intentarán destruir con el cinismo 1a sencillez de una relación natural; y, más allá de toda frontera, los que están demasiado enfermos para tomar su desquite y se pasan la vida en el hospital psiquiátrico, transforman a los sanos en culpables de ser sanos, de ser libres de vivir en sociedad y de integrarse en la política local o mundial.

Hay muchos modos de hablar del peligro para la libertad engendrado por la libertad. Aquellos que son bastante sanos y libres deben ser capaces de sostener el triunfo que implica su estado. Después de todo, sólo es la suerte la que les permitió gozar de buena salud.